Camino de Santiago, etapa vigesimoprimera: de Astorga a Foncebadón
Abres la caja de las mantecadas y pruebas una. Están bien, pero se parecen mucho a las magdalelnas corrientes; algo más mostosas, quizá. Intentas cerrar la mochila con la caja de dulces, dejando la caja irremediablemente aplastada.
Amanece en el Camino sobre Astorga |
La llanura leonesa llega a su fin |
Iglesia parroquial, El Ganso |
De aquí a Foncebadón -donde te han informado previamente que hay un pequeño albergue, que no aparece en la guía- distan apenas 6 kilómetros, que podrás restar a la etapa de mañana, que se quedará en 26 kilómetros hasta Ponferrada.. Eso sí, del pequeño pueblo sólo quedan ruinas y el albergue, así que haces bien en ir pertrechado.
El camino que te separa de Foncebadón acentúa su pendiente, así que tardas en llegar poco más de la hora que preveías. No importa, es poco más de la una del mediodía cuando atraviesas las calles sin pavimentar, empedradas por los cascotes de las ruinas adyacentes, hasta llegar al centro del pueblo. Como si del guardián de una vieja aldea se tratase, surgida de la época más remota del medievo, un humilde crucifijo monta guardia en el lugar que un día fue el centro vivo de la población.
Crucero de Foncebadón |
Pronto sales del pueblo sin saberlo, y tienes que volver atrás para reconocer la pequeña inscripción del albergue. Entras y das los buenos días, pero no obtienes respuesta. Te adentras en lo que parece la estancia principal, llena de literas, en el espacio que antaño ocupaba la iglesia del pueblo, y dejas tu equipaje. Sales a explorar el resto de estancias, pero no encuentras a nadie. Resignado, te tumbas en la primera litera que encuentras; ¡ya vendrá alguien!, piensas.
Cuando la el sueño empieza a apoderarse de ti, una figura humana en el dintel de la puerta te sobresalta. Te incorporas tan rápido que estás a punto de partirte la crisma con la litera superior.
— Hola, ¡soy Sivile!
— Hola —respondes medio aturdido— yo… no
Cuando tus neuronas terminan de arrancar el sistema operativo -no menos de 4 segundos- que tienes por cerebro te das cuenta del error cometido y tratas de rectificar con un -“Me llamo Alberto”.
Sigile es una mujer en la treintena, parece francesa pero habla un correcto español y hace de voluntaria en el albergue. Tras las oportunas presentaciones, te invita a que continúes haciendo el vago -tal vez no con esas palabras-, pero prefieres seguir levantado y formalizar la inscripción.
Pronto llega su compañera, también francesa, de hacer la compra. A diferencia de Sivile, no habla español, por lo que su presencia parece -injustamente- menos simpática. Le ofreces lo que llevas en tu alforja para confeccionar la comida de todos (Sivile, la cocinera, otro peregrino y un seminarista que está de vacaciones y se pasa por el albergue cada día). Con horror, contemplas cómo toma tus provisiones y se dedica a mezclarlas, sin orden ni concierto, con el mejunje que estaba siendo pergeñado en una gran olla. ¡Desde luego, qué fácil es cargarse la fama de la cocina francesa en una sola tarde!
Durante la comida, el otro peregrino comenta cómo, siendo él poco creyente, tenía un amigo sacerdote que le había casado. El seminarista arquea una ceja; el peregrino se explica: -“Cuando se lo comenté, mi amigo me preguntó si yo creía, y le respondí que creía en el bien…” y una larga retahíla con las manidas frases, donde no puede faltar “amar a tu prójimo”, “naturaleza”, “espiritualidad” y tantos otros conceptos que se vacían de sentido preciso para hacerse más livianos. - … “a lo que mi amigo me dijo: «—Eso, para mí, es creer»”. Al seminarista se le arqueó la otra ceja, por no decir que se le cayeron los cojones al suelo. Le explicó con paciencia, pero con firmeza, que ser cristiano era otra cosa; además, sin exaltación, y en tono conciliador pero firme, le vino a decir que no tenía por qué contrariarse, pues lo que él buscaba -en el fondo, una ceremonia espectáculo- bien podía encontrarlo fuera de la Iglesia, sin tener que pervertir sus normas. Claro está que en ese caso fue un sacerdote quien permitió que se pervirtiese, y no él, quien actuó de buena fe.
Después de comer, decides acercarte a la hospedería. te sientas en la barra; no sabes muy bien qué pedir, pero estáis solos el mesonero y tu, frente a frente, así que la situación es tensa: tienes que pedir algo.
— ¿Tienen Frangelico? — Preguntas, recordando que el sabor del licor se parece mucho al del helado de turrón que tanto te gusta.
— No, pero tenemos este otro licor de castaña, que es parecido.
— De acuerdo
— Pero no te me vayas a poner piripi ¿eh?
Ahí se acaba la conversación, al menos por tu parte, pues no te parece ni medio normal hablar en esos términos con un desconocido. Claro que ni el emplazamiento, ni el local, ni el negocio están estrictamente dentro de los cánones de la “normalidad”.
Vuelves al albergue y aprovechas el resto de la tarde para escribir una postal a tu Tutor.
— ¿Estás escribiendo a tus padres?- Pregunta Sivile
— No, ¡qué va!, es para un profesor.
— ¿Y a tus padres no les escribes cada día? Mal hijo…
— No, pero les llamo cada día
— ¡Ah! Entonces, buen hijo
Para se francesa, es bastante simpática. Te preguntas si tendrá familia en Francia, si habrá estado casada o habrá tenido hijos; y, sobre todo, te preguntas qué le mueve a pasar el verano asistiendo como voluntaria un albergue de peregrinos en el rincón más remoto de la tebaida leonesa. Pero, gnosce te ipsum, sabes perfectamente que nunca llegarás a saberlo, pues eres incapaz de hacer preguntas personales en voz alta.
Pasa una familia en bicicleta. tienen intención de quedarse a dormir, pero finalmente aprovechan lo que queda del día para avanzar un tramo más. La cima del monte Irago está ya próxima, y para ellos será un rápido paseo el tramo de bajada.
Continuación del camino de Santiago después de Foncebadón |
La ceremonia, en un diminuto cenáculo románico, abarrotado por la presencia de los monjes (todos con hábito) y lugareños, sobrecoge por su sencillez. La media de edad es mucho más baja de lo que esperabas. Tal vez el “por qué” de la tebaida siga todavía vivo XVI siglos después.
De vuelta al albergue, cenáis animosamente el mejunje que la cocinera francesa ha preparado con todo su esmero. Está lejos de su casa, acompañando a una amiga, en un lugar donde la luz eléctrica parece un lujo innecesario; no se le puede reprochar nada. Durante la cena, habláis de la cercana “Cruz de hierro”, un antiguo monumento a Mercurio hecho con piedras de los caminantes, cristianizado por el eremita Gaucelmo con una humilde cruz, actualmente de hierro y coronando un luego poste de madera. En la calle, apoyado contra la barandilla del albergue, contemplado el paisaje de ruina, comentas en voz alta:
— No sé de dónde voy a sacar una piedra para llevar hasta la Cruz de Hierro.
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