Camino de Santiago, etapa primera: de Roncesvalles a Larrasoaña


No sabes muy bien qué hora es. Inquieto, sin estar todavía despierto pero tampoco dormido, llevas un buen rato dando vueltas en el camastro de la barraca. Poco a poco tus pensamientos se hilvanan más elaborados y te parece estar despertando a una pesadilla: sólo, lejos de casa, entre desconocidos, en unas condiciones que distan mucho de ser civilizadas; y, lo peor, el camino acaba de empezar y ya te sientes mentalmente cansado.

Buscas entre las sábanas y encuentras el despertador. Faltan unos minutos para las 5 de la mañana, y el despertador estaba programado a las 5 y media. Te alegras; por un momento temías haberte quedado dormido el primer día. Más que quedarte dormido, algo que nunca te había pasado, lo que te preocupa es que el despertador pueda haber fallado. Pero no; dentro de ese mundo caótico todo está donde debe.

Como no tiene sentido permanecer más tiempo despierto en un colchón que no te resulta cómodo, decides emprender la marcha. Te vistes de la forma más rudimentaria antes de arrastrar tu mochila -todas tus pertenencias- fuera de la barraca. Allí, sin hacer ruido y sin molestar al resto de los ocupantes que todavía duermen, organizas tu equipaje y te abrochas las botas. Nunca antes habías usado unas botas de montaña; el entramado de cordones parece todo un reto, pero resulta más sencillo de lo que esperabas. Y si queda flojo, o muy fuerte, siempre puede ajustarse sobre la marcha.


Fuera todavía no ha amanecido, apenas hay luz suficiente para consultar la guía con el recorrido que decides llevar colgando del cuello, pero sí para ver las indicaciones del camino. Hay indicadores en forma de baldosa cerámica; otros, son simples flechas amarillas pintadas en paredes o rocas. Roncesvalles es el punto de inicio de muchos peregrinos, así que todo está bien indicado.

Te acercas a una farola para leer la guía del viaje para el día de hoy. Tal como recuerdas, el primer pueblo está cerca, a unos 3 kilómetros. En tu vida diaria, hasta ese momento, andar tres kilómetros era una distancia considerable, pero en un trayecto de 24 kms parece una distancia razonable.

Enseguida distingues el camino. No tiene nada de especial; nadie diría que una ruta milenaria transcurre por un camino que no se diferencia en nada de los que has hay en tu pueblo. Es temprano, no ves a nadie todavía. Tampoco se oyen pájaros todavía; sólo el sonido de tu bordón - ese bastón de casi dos metros que compraste el día anterior al hombre que inscribía a los peregrinos- rompe el silencio de la madrugada; una madrugada fresca y despejada.

El camino, llano y cómodo, se interna en un bosquecillo tupido y espeso, y todo se hace aún más oscuro. Al salir, ves ya las luces de Burguete, y un cielo cada vez más claro. Entrando al pueblo ves un colegio y te imaginas cómo podría haber sido tu vida viviendo en un entorno así. Hace apenas dos meses ibas todavía al colegio, así que te imaginas haciendo ese mismo recorrido de tres kilómetros a diario, para ir al colegio o montarte en el autobús escolar, y piensas que no sería nada del otro mundo. Una rutina diaria de 6 kilómetros da para estar razonablemente en forma y, lo que te parece más importante, para ordenar tus pensamientos un par de veces al día. "Ordenar tus pensamientos" suena a eufemismo; tal vez decir "hablar contigo mismo" -recuerda el verso de Machado: "converso con el hombre que siempre va conmigo"- sería más exacto.

Justo en medio del pueblo, que como muchos pueblos de montaña parece un conjunto de casas distribuidas a ambos lados de la carretera, encuentras una pequeña plaza con bancos de piedra y, lo más importante, una fuente. En condiciones normales eres una persona sedienta, no pierdes ocasión de beber agua si se te presenta la ocasión, así que una de tus obsesiones en el camino será proveerte siempre de agua. Decides sentarte a descansar un poco, y a desayunar unas galletas que tenías preparadas y no te apetecía comer en Roncesvalles por los nervios de la mañana.

La piedra está fria, no pasan coches por la carretera, y te angustia pensar que si tras tres kilómetros necesitas sentarte y descansar, tal vez no estés preparado para todo lo que te queda por delante; tranquilo, un pensamiento recurrente viene a darte ánimos diciendo: - Poco a poco, paso a paso, si te cansas paras, descansas, y luego continúas. Tarde o temprano llegarás, no es tan difícil. Y animado por esta perspectiva, decides cargar con el peso de tu mochila y continuar hasta el siguiente pueblo, no sin antes volver a rellenar tu cantimplora.

El siguiente pueblo está a una distancia similar, poco más de 3 kilómetros, por un sendero que sigue siendo llano y agradable. Atraviesas campos de cultivo que a primera hora, bañador por el rocío de la mañana, desprenden un peculiar abono de fertilizante; no te resulta agradable, pero es tan tenue que no te parece tampoco desagradable. Ves enormes balas de abono, o fertilizante, o lo que sea, pues desconoces la mayoría de labores agrícolas que no has vivido de primera mano, envueltas en plástico, en medio de los campos, y eso te llama la atención. Nunca habías prestado atención a los campos de cultivo; pero, claro, ahora lo que te sobra es precisamente atención y tiempo mientras caminas.

Llegas a Espinal, otro pueblo de montaña, y decides volver a descansar junto a la fuente. Un poco, al menos. Estando allí llegan peregrinos; a algunos los reconoces: estuvieron cenando contigo en Roncesvalles. Incluso el matrimonio que se sentó junto a ti en la cena, no tarda en pasar y parar un rato. No han salido tan temprano como tu, pero llevan un ritmo mayor que el tuyo. No es algo que te preocupe, lo importante es llegar y tu estás empezando en esto de caminar.

Llevas contigo una bota de licor. Lo elabora tu abuelo -el mio, para ser exactos- y más que un licor es vino macerado con nueces, especias, azúcar y buenas dosis de cazalla y anís. Nunca prestaste demasiado interés a la receta, pero sí en el producto; y no eres el único: este brebaje ha suscitado siempre halagos. Pedir la receta, indagar en sus entrañas, sería como profanar el mito: el hecho de desconocer su composición te hace respetarlo y admirarlo más.

Ofreces un trago a un matrimonio de peregrinos franceses que se detienen a saludar. La mujer lo declina amablemente y el marido bebe un trago por compromiso; observas una reacción conocida en su rostro: la alabanza del brebaje es sincera.

En cuanto dejas de oír el bordón del último peregrino alejarse, para emprender la marcha a una distancia prudencial -no te gusta seguir el ritmo de nadie-, cargas de nuevo con tu equipaje y prosigues la marcha. El siguiente pueblo está a unos 5 kilómetros, pero en la guía aparece indicado un lugar a poca distancia: "alto de Mezquiriz", justo al cruzar de nuevo la carretera. Como su propio nombre indica, es un alto; tal vez por el esfuerzo de subir -no demasiado, pues ya estás casi a la misma altura, o por las pocas ganas que tienes de andar, vuelves a hacer un alto. Decides hacer una fotografía del lugar, pero el resultado no será muy brillante.

Fotografía malograda
Foto malograda junto a la carretera

El hecho de estar en un alto tiene sus ventajas; la más importante para ti en este momento es que el siguiente trecho es cuesta abajo. Poco a poco el camino se va llenando de peregrinos; cuando llegas a Viscarret te han adelantado ya unos cuantos. Este pueble representa para ti un hito de doble filo: por un lado está casi a medio camino, por lo que piensas que has realizado la mitad del trabajo; por otro, está casi 3 kms más cerca del principio que del final, así que la sensación de estar cerca del final se volverá hacia ti en forma de cansancio al final del día.

Linzoáin, último pueblo antes del "Paso de Roldán", ni siquiera está a pie de carretera, por lo que ofrece una impresión de ser un pequeño conjunto de casas mal organizado. Es en este tramo, al salir del pueblo, antes de entrar en un tupido tramo de bosque, donde te adelanta un grupo más numeroso. A la cabeza parece ir el hombre mayor viste ayer lavándose las manos; bien podría ser un sacerdote en ropa de montaña que viaja con un grupo de su parroquia. Hay algo en el que inspira confianza; ya te la inspiró la primera vez que le viste en Roncesvalles, entre gentes de ciudad que se toman el Camino más como una aventura de fin de semana que como una peregrinación.

Disparo accidental de la cámara
Disparo accidental en la espesura del bosque



El paso de Roldán no te impresiona; hay que echarle mucha, pero mucha imaginación para ver en las marcas de la piedra el paso del mítico personaje. Y tu, cansado del viaje y lejos de casa, no estás para tales sutilezas. Dejas atrás el pedrusco y abandonas la zona boscosa, llegando a un edificio marcado en el plano como "Venta del Puerto". Ahora es un edificio antiguo, cerado, sin uso, pero como eres un ávido lector que ha paladeado el Quijote, bien puedes imaginar cómo seria la venta en el siglo XVI, con peregrinos como principal clientela.

Fotografía de la venta del Puerto
Venta del Puerto, cerca de Zubiri
Animado por la corta distancia que te separa de Zubiri, y por la llanura de un camino que ha dejado atrás la espesura del bosque, sigues caminando. El nombre de Zubiri te es conocido; tu viejo preceptor te indicó que hay un albergue, y un pequeño bar donde sirven sidra artesanal. Una vez llegas al pueblo, tienes que cruzar el puente de piedra para llegar al único bar que existe: no hay duda, tiene que ser aquí.

Además de bar, hace las funciones de un pequeño colmado, aunque observando detalladamente las estanterías te das cuenta de que está más enfocado a peregrinos que a los propios habitantes del pueblo: galletas, comida enlatada, agua... suministros más domésticos como el aceite, la sal, las legumbres o el detergente para lavadora brillan por su ausencia - o, sencillamente, no los ves-. El mediodía se va acercando y eso se hace notar también en la concurrencia de cada parada; sin embargo, aún tienes suerte: puedes sentarte en una mesa para beber una sidra artesana que se parece muy poco a la sidra envasada que has bebido hasta ese momento.

Decides llevarte la botella como recuerdo; un error común entre peregrinos 'primerizos',  cargar con recuerdos inútiles durante el viaje. Antes de salir, estás tentado de quedarte ya en el albergue local, pero escuchas a un peregrino cercano decir que ya está lleno, y que probarán suerte en Larrasoaña. Es lo que tiene el primer tramo del camino - no sólo el primero, en realidad-, que sólo encuentran aposento los primeros en llegar. Además, considera otra cosa: acortar por cansancio, aunque sean sólo unos pocos kilómetros la primera etapa puede ser un pésimo aliciente para las sucesivas etapas. Así que vuelve a cargar con tus cosas, cruza de nuevo el puente y sigue adelante, sólo así podrás acallar por momentos esa voz interior que te repite sádicamente: "no lo conseguirás, nunca llegarás al final".

Pasar junto a las minas de Magnesitas Navarras te ofrece un espectáculo de industria y civilización que te tranquiliza. La naturaleza es un medio hostil y vez algo de civilización te tranquiliza y sosiega; ahora que caminas sólo sientes que la frontera entre Roma -la civilización, la ley, el domino del hombre sobre la naturaleza- y los bárbaros se asienta más cerca de lo que pensabas.

Fotografía a las instalaciones de Magnesitas Navarras
Magnesitas Navarras, desde el Camino

Caminando, caminando, en un camino estrecho que desciende por la ladera de una colina hasta las proximidades de Larrasoaña, te parece ver una cara conocida, que te adelanta: varón, unos 19 años le calculas y va solo, a un ritmo mucho más ágil que el tuyo; se parece a alguien de Madrid con quien conviviste hace 3 años en un curso de inglés, en Irlanda, pero no recuerdas su nombre, así que antes de importunarle con cualquier excusa para comprobar si estás en lo cierto, decides pasar y seguir adelante pensando que ya habrá otra ocasión de averiguarlo. Por supuesto, no la hubo, pero tampoco es que te importe.

Deja que te adelante algo que descubrirás más tarde por ti mismo: estás fuera de casa, sin supervisión de nadie, entre extraños, en tierras que no conoces; no será la primera ni la última vez que creas reconocer un rostro, una voz o incluso un coche conocido. Pero no hay tal; son sólo espejismos.

Llegas a Larrasoaña, atravesando un puente de piedra similar al de Zubiri. Allí descubres a Santiago, toda una institución que además de hospedero y alcalde ha hecho varias veces el camino ganándose un puesto incluso en las guías de peregrinos. Por debajo del mito, que no entiendes -hacer el camino una vez... pase, pero ¿dos? ¿tres? incomprensible para ti que acabas de empezar y estás deseando volver a casa-, ves a un hombre desbordado, carente de toda organización, en un albergue desbordado. No sabe decirte si tendrás o no tendrás sitio, pero te anima a dejar tus cosas, darte una ducha e ir a comer mientras él intenta -pierde toda esperanza, no lo va a conseguir- organizar el caos reinante.

El grupo liderado por ese señor mayor que inspira confianza, el mismo que te ha adelantado a mirad de camino, está aposentado en una habitación llena de literas y se ofrece a guardarte tus cosas mientras te duchas. No es que ducharte sea la panacea; te duele todo y una ducha no lo va a arreglar, pero sí un vestigio de -mínima- civilización en el camino.

Te unes al grupo a la hora de comer, en el único restaurante del pueblo. Sirve plato de rancho: estofado de ternera con patatas, al mayor precio "para peregrinos" que verás en el camino. Además, tendréis que esperar casi una hora hasta que se haga sitio. Huelga decir que es el único sitio del pueblo donde ser sirve comida.

Estás descontento con la comida, el precio y el lugar; sólo la compañía te alegra un poco. El señor mayor es de Irún, se llama Santiago (como el Apóstol) y ha hecho el camino varias veces. El grupo que le acompaña no tiene nada que ver con él, de hecho se le han ido agregando formando un grupo bien avenido y compacto al que ahora, sin formalidades, te honras en pertenecer.

Sin embargo, lo peor del lugar no es ni la comida ni el precio. Al terminar de comer, el dueño se sienta en vuestra mesa, despotrica de unos peregrinos que se han ido indignados con el precio y la comida y, lo que encuentras más repugnante, tienes que oír cómo afirma que lo que hace es un favor a los peregrinos; y que es tan bueno que una vez, en invierno, con el restaurante cerrado, invitó al único peregrino del pueblo a comer a su casa y no le cobró nada... Miras a Santiago, que escucha paciente, pero descubres que una leve mueca de ironía se le ha dibujado escuchando al dueño del restaurante, y se te pasa el enfado.

Después de comer, el otro Santiago -estás tentado de llamarle el Menor para distinguirlo del líder del grupo, pero te parece un poco blasfemo-, todavía no ha puesto orden en el caos reinante y no puede darte aposento. No te importa, de hecho, el ambiente allí es tan caótico que no te importaría quedarte sin plaza. El grupo decide ir a bañarse al rio, junto al puente, y tu les acompañas. El traje de baño que traes en tu mochila no será un peso muerto, después de todo.

Patricia, una chica de Pamplona que bordea la treintena, inteligente y extrovertida además de guapa -todas de parecen guapas, pero esta además lo es- está intentando convencer a un niño pequeño que juega junto al rio para que remoje con su cubio a Carmen, la hermana de Alex. Éstos dos hermanos, riojanos, han terminado la carrera de magisterio no hace mucho; tampoco preguntas, por esa mezcla de discrección y falta de interés que te protege de meter el hocico en asuntos ajuntos. El agua de los ríos a esta altura, incluso en julio, es heladora, y el Arga no es una excepción. Te das un par de chapuzones, más que nada para no parecer cobarde ante las chicas del grupo, aunque con la secreta esperanza de que el frío mitigue las molestias que el camino ha dejado en tu fatigado cuerpo. Ni que decir tiene que la esperanza resulta fútil y que sólo la cordialidad que reina en el grupo te hace olvidar las fatigas del día.

Ántes de que te des cuenta llega la hora de cenar. Váis con el grupo al único restaurante del pueblo recorriendo la calle mayor de Larrasoaña; una calle larga y flanqueada de casas y caserones, casi todos antiguos, donde vive gente civilizada.

De vuelta al albergue, Santiago -el alcalde-, en su despacho, te dice que sí, que en algún sitio te encontrará acomodo. Llendo de camino al despacho para pagar el alojamiento -unos 5 €- pasas por pasillos infestados de peregrinos que tratan de dormir, casi apilados, den sus sacos de dormir. Incluso debajo de la escalera hay tres bultos que debemos saltar para no pisar. Estás pensando que tal vez sería mejor no encontrar acomodo en el albergue, y que dormir en la calle, junto al rio, suena mejor que hacerlo en ese albergue.

A la hora de pagar os acompaña una peregrina japonesa, con escasas nociones de Español. Ahora que ya sólo quedáis vosotros para que la caótica jornada de Santiago termine, se torna jovial y os enseña un pequeño gato de plástico, una baratija japonesa que tiene en su despacho. La japonesa lo reconoce al momento citándolo por su nombre y, en lo que te parece una inmolación al tópico, hace una pequeña figurita de origami, un pajarito. A raiz de este pequeño gesto puedes escuchar una historia de una peregrina japonesa que, al presentarse, agotada, en el albergue, lo primero que hizo fue disculparse por venir a nuestro país sin hablar el idioma. Ni que decir tiene que una disculpa tan educada, tan formal e innecesaria conmovió al narrador de tal forma que ahora siente simpatía por cada peregrino japonés que conoce, en quienes ve la expresión de un pueblo educado y respetuoso.

Entusiasmado por el regalo, Santiago os despide y te encuentras en la calle, con tu mochila, habiendo pagado la inscripción y si puesto en el albergue. Ni que decir tiene que se trata de un descuido fruto del caos y la mala organización, pero decides aprovecharlo e irte a dormir al rio; aliviado, en el fondo, por no tener que dormir hacinado junto a desconocidos bajo la alacena de una escalera.

Una vez llegas de nuevo al rio, donde habéis pasado la tarde, no te cuesta encontrar un lugar seco y llano donde estirar el saco de dormir. Con la mochila cerca y el bordón a tu lado, dispones el despertador lo más cerca posible de la cabecera y esperas que te venza el sueño, con el rumor del agua de fondo, disfrutando de un lujo muy escaso en el camino: la soledad.

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